Hace, no sé, más de una década, viví uno de los disgustos más grandes de mi entonces corta vida. Era joven e impresionable, y cuando mi madre me dijo que no podría quedarme el cachorrito que me acababan de regalar pues imaginaos lo que pasó. No me acuerdo de todos los detalles pero seguro que lloré mucho. En defensa de mi madre tengo que decir que tenía toda la razón, y que yo fui la víctima de una encerrona tremenda.
Imaginaros la escena: se acerca el final del verano, incluso diría que era el día anterior a volvernos a casa; unos niños mayores que yo, hijos de unos amigos de mis padres, y con bastante mala idea, me regalan a mí, pequeña, impresionable, llorona, un perro, un perro pequeño, cachorrito, tembloroso... diciéndome que no tenía dueño, y que si no me lo quedaba yo y me lo llevaba conmigo a casa morirá solo de frío y de hambre. Cuando llegué con él a casa mi madre me mandó de vuelta con el recado de que se metieran el perro por el culo, y luego les llamó para decirles que no se jugaba con los sentimientos de una niña más pequeña que ellos. Vamos, que me quedé sin perro.
El caso es que mis padres, después de partirme el corazón, decidieron encargar a los reyes magos que me compensaran esa navidad con un perrito. El perrito no llegó a tiempo, no había nacido aún el 6 de enero, pero me mandó un recado diciendo que llegaría pronto dentro de un libro con todo lo que hay que saber sobre los fox terrier. Aún recuerdo, esto sí, el día que llegué a casa y mi padre me dijo que el perro había llegado ya, y que había que ir a buscarlo.
Cuando llegamos a la tienda (no hay nada más triste que una tienda de animales) el perro temblaba dentro de una jaulita rebozado en paja. Lo cogimos y nos lo llevamos. Su pelo era espeso y duro, y desprendía mucho calor, aunque temblaba de frío. En casa te teníamos preparada la cesta de navidad de mimbre que le había llegado a mi padre ese año con una mantita y una especie de bolsita de carbono que si se agitaba desprendía calor en su interior, porque nos habían dicho que de tan pequeños echan mucho en falta el calor de su madre y de sus hermanos. Dos días más tarde se la tuvimos que quitar porque se la estaba comiendo, y el interior era muy tóxico; la cesta duró un poco más, quizá una semana. Se la quitamos porque se comió el asa entera durante una noche.
Luego llegaron las zapatillas, su mantita, el palo de madera de la escoba, los botones de mi bata, la pared... ese perro era voraz, se lo comía todo, todo lo rompía... no se podía barrer porque se agarraba con los dientes a la escoba y entonces barrías con él en vez de con el cepillo; ladraba a la aspiradora e intentaba pelear con ella, lamía las paredes hasta agujerearlas, robaba comida (una vez se comió una bandeja de jamón envasado entera, con poliespan incluido), mordía los cordones de los zapatos y tiraba de ellos hasta ponerte los pies morados, destrozaba los juguetes de perro, engullía las faldas y las chaquetas de todos los invitados que pasaban por casa.
Una vez se comió la comida de otro perro, éste salió y le pegó un bocado en el espinazo. El pobre perro se escapó aullando de dolor, y cuando apareció de nuevo se echó a los pies de mi padre y se quedó quieto, muy quieto. Pensaban que se había muerto, y hasta lo querían enterrar debajo de un manzano. Pero revivió, e inexplicablemente sobrevivió.
Sobrevivió a esa y a otras muchas, moquillo incluido. Era un superviviente, un ser encantador que vivió 14 años feliz y malcriado en casa de mis padres. Siempre comió como un animal, y no lo llevábamos a correr al campo porque siempre que lo soltábamos liaba una (o mordía a un perro, o espantaba un rebaño de ovejas o jugaba con un burro arriesgándose a recibir una coz bien merecida por plasta). Al final estaba tan gordo que mi padre le compraba pienso light, y tenía que volver a casa muerto de vergüenza con el pienso para perros obesos en una mano y el perro obeso en la otra. Luego resultó que no estaba gordo, sino que retenía líquidos. Por culpa de un problema de próstata le costaba hacer pis, y una artrosis galopante hacía que se moviera con dificultad. Al final le dolía tanto que se negaba a salir a la calle. Un día se puso muy malito y tuvieron que sacrificarlo. Yo vivía fuera por aquel entonces. Fue un perro feliz.
Ayer acompañé a una amistad perruna en un pequeño paseo por la calle y me acordé mucho de mis tiempos a lado de Txiki. Mi perro, ¿dónde estarás?
Un día antes de enterarme de que Txiki había muerto, hablé con mi padre por teléfono. Me costaba entenderle, porque el perro ladraba como un salvaje por detras (lo hacía siempre que sonaba el teléfono: era un posesivo de cuidado). Al día siguiente, ya en persona, me dijeron que había muerto. Yo dije: "¿cuándo? porque ayer le oí ladrar". "Imposible, me dijeron, fue hace quince días".
Yo le oí ladrar.
viernes, 11 de enero de 2008
miércoles, 2 de enero de 2008
Lisboa
La penúltima vez que estuve en Lisboa fue en 2000. Era finales del mes de mayo. No recordaba la fecha exacta, pero ha sido sencillo averiguarlo, porque Pearl Jam actuaba allí esos días y estuvimos viéndoles.
Fue una escapada alocada y espontánea. Él y yo nos habíamos conocido en el trabajo, y llevábamos unas semanas de extraño romance. Nuestro turno era incompatible con la vida normal y social, y pasábamos mucho tiempo juntos. Como nuestras semanas laborales eran de seis días y y nuestros fines de semana de cuatro (que al final se quedaban en tres por el consiguiente cambio de turno), me convenció para irme de viaje con él y unos amigos suyos.
Después de dudar hasta última hora me fui con ellos. Alquilamos un coche y allá que nos fuimos. Pasamos unos días divertidos de los que apenas recuerdo nada, tan solo el agua fría del Atlántico, en la que ellos se bañaron y yo me negué a hacerlo; la estancia en Caparica en un hotel extrañísimo anclado en el tiempo, y las noches en Lisboa en el hostal Fluorencente; las vistas desde lo alto del Castillo de San Jorge subidos a un cañón; y el concierto de Pearl Jam, del que nos enteramos poco antes de que empezara, cuando vimos riadas de gente dirigirse al estadio. Se puede decir que tras ese viaje nos hicimos inseparables.
Y siete años y medio más tarde, juntos por supuesto, hemos vuelto a Lisboa.
Fue una escapada alocada y espontánea. Él y yo nos habíamos conocido en el trabajo, y llevábamos unas semanas de extraño romance. Nuestro turno era incompatible con la vida normal y social, y pasábamos mucho tiempo juntos. Como nuestras semanas laborales eran de seis días y y nuestros fines de semana de cuatro (que al final se quedaban en tres por el consiguiente cambio de turno), me convenció para irme de viaje con él y unos amigos suyos.
Después de dudar hasta última hora me fui con ellos. Alquilamos un coche y allá que nos fuimos. Pasamos unos días divertidos de los que apenas recuerdo nada, tan solo el agua fría del Atlántico, en la que ellos se bañaron y yo me negué a hacerlo; la estancia en Caparica en un hotel extrañísimo anclado en el tiempo, y las noches en Lisboa en el hostal Fluorencente; las vistas desde lo alto del Castillo de San Jorge subidos a un cañón; y el concierto de Pearl Jam, del que nos enteramos poco antes de que empezara, cuando vimos riadas de gente dirigirse al estadio. Se puede decir que tras ese viaje nos hicimos inseparables.
Y siete años y medio más tarde, juntos por supuesto, hemos vuelto a Lisboa.
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